LAS PALABRAS DE LA POLITICA: VITTORIO FOA
Este es el título de un libro escrito por Vittorio Foa. Fue publicado antes de las recientes elecciones que ha dado la victoria de Berlusconi III. Tal vez nos ayuden estas reflexiones a entender algunas cosas. De allí y de otros sitios, también aquí. Aclaración obligada: este libro-blog se lee, naturalmente, de arriba para abajo. La traducción está a cargo del tito Ferino, de la Panarquía de Parapanda. La traducción es de JLLB.
sábado, mayo 31, 2008
ESTE LIBRO
PRIMER TRANCO
Se habla de una política de centro derecha y de una política de centro izquierda; se vive la alternancia de sus respectivos gobiernos. El último gobierno de centroderecha suscitó muchísimas protestas y ha sido derrotado en las últimas elecciones. [Se recuerda que el autor está hablando antes de las elecciones de abril de 2008 con el retorno de Berlusconi. N. del T.]. Con la llegada del gobierno de centroizquierda sucedió otro desastre: las protestas no se acabaron, y los ciudadanos que protestaban durante el gobierno de centroderecha continuaron haciéndolo.
Eso ocurrió porque la izquierda se presentó de manera imperfecta, resignándose a ser centroizquierda, cuando frente a este centroderecha era necesario ser algo más. Se trata de una investigación abierta laicamente a todos –aquellos que no tienen una preeminencia-- con la intención de diseñar un futuro que, junto a la crítica del presente y del pasado, indique las esperanzas que, si se quieren, son ya reales.
Una característica de la irrelevancia de los discursos de hoy es que el interlocutor ya no tiene importancia. La palabra es un compromiso con alguien, hacia alguna cosa. Cuando el interlocutor no es tenido en cuenta o no existe, la palabra se la lleva el viento. En política, tanto en la derecha como en la izquierda, un caso muy frecuente de la desaparición del interlocutor es el llamado pacto de los gobiernos con los gobernados: la concreción de los sujetos importa menos, no se sabe de hecho quién asume los compromisos y no se reconoce la existencia real de a quiénes se dirigen.
Pienso mucho en las palabras de la política, en su capacidad o incapacidad de comunicar. Y pienso en el carácter plural de estas palabras, en la multiplicidad de sus significados e, incluso, en las contradicciones que creen recoger. Sólo leyendo sus internas contradicciones y polaridades conseguimos entenderlas.
La palabra “trabajo”, por ejemplo, me ha acompañado una gran parte de mi vida: me he ocupado del trabajo humano y de su organización. Cuando era organizador sindical me parecía claro que el desarrollo, el crecimiento general de la economía era una necesidad para seguir adelante y, al mismo tiempo, una raíz de dificultad e infelicidad. Las dos cosas –avanzar y sufrir-- han ido juntas. Cada día se puede seguir, en la RAI Radio 1, el programa Pianeta dimenticato que describe los sufrimientos humanos y la voluntad humana de crecer. Aconsejo seguir ese programa. Tengo una amiga, Marinella Gramaglia, que fue a la India para ayudar a un sindicato de mujeres, que todavía no está reconocido, abandonando en Italia cargos políticos muy importantes.
Durante mi vida, el trabajo no ha sido solamente erogación de fatiga, energías y tiempo. Sino el punto de partida de una línea política, de una voluntad general de cambio. Hoy, aquel punto de partida sobre el terreno político, parece descolorido e incluso desaparecido: los trabajos son infinitos, uno distinto de otro y no parecen constituir el terreno propicio para un diálogo homogéneo. A veces, un carácter aparentemente homogéneo parece venir del precariado, pero también hay muchas maneras de ser precario. Junto al precariado, y a la visible dificultad de afrontarlo, está la inmigración en su doble forma: de un lado, es una enorme recurso, a partir de su diversidad; y, de otro lado, representa una notable complejidad.
Existen ulteriores términos de posible diálogo con la idea de hacer aflorar nuevos interlocutores y sus reivindicaciones. Baste pensar en el eterno cambio de los perfiles profesionales que comporta reconsiderar la posible relación con las profesiones históricas y con los sindicatos; después en el inmenso campo del trabajo femenino, todavía por explorar, y además en las diversas formas de tiempo de trabajo.
Toda la historia del sindicalismo está hecha de conquistas y renuncias. Las conquistas han sido con frecuencia más de dignidad que de libertad.
SEGUNDO TRANCO
Yo continúo creyendo en una orientación política: el trabajo siempre estuvo ligado al saber, a la formación de una capacidad de moverse hacia el futuro, a la formación permanente en todas las edades de la vida y en todos los tiempos. Para comprender nuestro tiempo tenemos necesidad de un punto de partida, y si ese punto no es el trabajo... ¿qué diablos puede ser?
Pienso en la palabra estelar. Por ejemplo, en “radical”. Yo soy radical porque creo y espero que el mundo cambie y elimine violencias e injusticias. Pero también soy un radical diferente porque quisiera participar en la eliminación de las violencias y de las injusticias; no quisiera actuar sin participar: por eso pienso que soy autónomo. Confieso que siempre he creído ser autónomo, pero no estoy seguro de ello.
Otra palabra de gran uso en la política es “cambio”. Es una voz que puede asumir muchos significados, y según el significado que le atribuyo, que me arriesgo a encontrar, se abren diversos horizontes. Puedo pensar en una pequeña reforma o en una gran revolución: la elección del significado puede ser decisiva. Me viene a la cabeza El antiguo régimen y la Revolución, de Tocqueville, cuando en agosto de 1789 los franceses unificaron los estados proclamando la Asamblea Nacional. En aquel momento sintieron que habían dado un paso decisivo para la humanidad y tuvieron una sensación maravillosa. Esta maravilla era el significado de la revolución que posteriormente hemos olvidado.
Siento una repugnancia orgánica a repensar el pasado en los términos de la fijación de la memoria. Saber repensar el pasado, no para reproducirlo sino mirando hacia hoy, eso sí. Ahora bien, si yo repienso un pasado vivo, mi recuerdo se orienta fatalmente hacia un importante elemento que es la autonomía, la idea de un radicalismo que consiste no en la anticipación de los hechos, pensando que los realizarán otros, sino en la participación, en ser sujetos activos de la transformación. Yo pienso en una transformación de la sociedad sólo si siento que puedo formar parte. Esta es la forma que considero posible como modelo de futuro. La palabra “autonomía” ha presidido mi juventud. La crítica al viejo liberalismo, cuando yo era joven, se hacía en nombre de la autonomía. La democracia liberal, con sus instituciones, en las que yo creía firmemente, la sentía como una imposición, como algo en lo que no había participado. La autonomía significaba participar en la transformación, querer cambiar la sociedad, desear crear un espacio para quien no lo tiene, pero estando dentro, sin esperar que el problema lo resuelva otro.
Jóvenes y pueblos se rebelan. Es justo. El deseo de lo diferente, de radicalidad y de ruptura no se puede eliminar. Sentimos el deseo de romper, sentimos el deseo de cambiar (y lo siente incluso quien cree que va a continuar viviendo tranquilo), pero no acertamos a definir el sistema de cambio y sus modalidades. Durante mi vida he intentado varias veces perseguir el cambio.
En mis escritos sobre el movimiento obrero inglés de principios del siglo XX he contado los intentos de construir un nuevo socialismo libertario con instrumentos de acción directa: los consejos. Constaté que no era posible definir, en un único sistema los obreros ingleses y toda la experiencia consejista. De hecho se continuó hablando de los consejos, pero sólo por arriba, por ejemplo, las nacionalizaciones y de los consejos de base (en primer lugar, los consejos de fábrica). Porque cuando se construye un sistema, inmediatamente el sistema sigue una línea diferente, que incluso llega a discriminar su interior, se convierte en elitista o corporativo: se convierte en otra cosa, que es la negación del objetivo de la investigación, la negación de la liberación. A continuación creo que siempre hay que luchar por el cambio, sabiendo que no se llega, que no se puede llegar: si se llega es que hay un fallo.
Si yo fuese religioso creería en la posibilidad de cambiar algo, cambiar para tener un sistema diferente, un sistema de justicia sin discriminación, violencia o arbitrariedad. Pero no soy religioso. En cualquier sistema del que formemos parte será recomenzando con una lucha. Ello me exige una orientación, una finalidad en la lucha. Para mí, la orientación es precisamente el ansia de cambio.
TERCER TRANCO
La degradación del lenguaje no es cuestión de palabras sino que deriva de un comportamiento práctico, es decir, del ejemplo. Me sorprende el hecho de que nunca se hable del ejemplo; de esa manera no existe como categoría de juicio propio y de otros comportamientos. No obstante, sabemos que todo viene de ahí.
El ejemplo no nace de los sermones, sino de la vida: la que se desarrolla en las escuelas, hospitales, ejércitos... allá donde se está junto a los demás.
Las opciones parecen a veces difíciles, pero no hay que tenerles miedo: hay que optar. Toda opción tiene sus razones, y tener consciencia de las razones de los demás no disminuye el valor de la elección.
Nunca me gustó agruparme en torno a un pensamiento estructurado. He dejado hacer y he visto mi limitación con un cierto sentido de desaprobación, pero no me siento capaz de encontrar un punto de referencia explícito. Tomo lo que puedo donde lo encuentro. No soy maestro y quizá nunca tuve maestros.
Habiéndome ocupado de la política durante toda mi vida, he tenido un sentido muy limitado del espectáculo. Tengo consciencia de que la política es algo estrecho, pero también es mil cosas más. El espectáculo es algo muy importante; yo he permanecido fuera de él y soy consciente de mis límites que son muy grandes. Ahora bien, me pongo contento cuando, por ejemplo, Luca Ronconi, que lleva a la escena Il silenzio dei comunisti, se arriesga a superar ese límite, a ver como espectáculo lo que yo he visto como acción técnica de un hombre en medio de otros hombres. En suma, me alegra que alguien sepa ir más allá de lo que yo he vivido como intervención empírica, como acción política. Esta es una cuestión que me interesa mucho.
A pesar de que personalmente cuento con muchas limitaciones para disfrutar del espectáculo, en todo caso tengo un gran interés por el hecho de que la política –que yo he vivido como una técnica restringida, aunque ligada al destino y progreso de la humanidad-- pueda ser vista de una manera más amplia: como música, espectáculo, como arte en general, como reflexión que va más allá del presente. A medida que me hago más viejo todo eso es más grande para mí. Siento el peligro y también el riesgo por una vida, en cierta medida limitada. Si como hipótesis pudiera decir a un muchacho que se metiera en política, le diría que se ocupara de otras cosas junto a la política. Esta es una de las razones por las que me atrae el espectáculo, que me atrae como curiosidad ya que yo he tenido con él una experiencia limitada.
CUARTO TRANCO
Dicen que el colectivismo se ha acabado. Que existe un retorno al individuo. Yo siempre hablé de un individuo que no está solo. Debo seguir pensando en el individuo porque lo pienso social, no podría hacerlo de otra manera: cerrado en sí mismo es una imagen vacía.
El mundo es grande, y debo saber que me muevo en un mundo que ha sido hecho de esa manera. Es lo inmenso y así hay que afrontarlo; ahora bien, estoy convencido que se debe valorar al individuo en la comunidad. Se trata de algo que puede parecer definitivo, pero es tal vez el embrión de lo que nace. Pero hay que pensar que, de todas maneras, hay están los problemas que se deben abordar: ¿qué cambios se producirán, qué problemas de protección ética y ambiental surgirán?
La experiencia de pueblo y de lugar tienen una importancia vital para cada uno de nosotros. Pero incluso el lugar puede convertirse en una defensa rígida. No quisiera escoger entre ciudad y universo, creo que no se debe hacer esa opción. En una visión global del mundo existe la posibilidad de cometer cosas horrendas, está también la posibilidad de la anulación del hombre: esta es una de las cosas más probables, no sólo posibles. Pero hay la posibilidad, también, de enriquecer nuestras mentes y nuestra capacidad de comprender. Existe la posibilidad de todo. La globalización siempre avanza tanto como interdependencia constructiva que como interdependencia destructiva: en cada momento hay lenguas y especies humanas que desaparecen. Son pérdidas vitales, pero al mismo tiempo hay recursos que emergen. Todo punto de llegada es un punto de partida.
Si visitas el Museo de la Estatua de la Libertad en Nueva York se observa lo que ha significado la llegada de millones de personas que arribaron allí y construyeron el país. Cierto, destruyendo también hombres y cosas de los que, desde siempre, estaban en aquel lugar. Ahora bien, aquel país fue construido por seres humanos, con sus pasiones, con sus deseos, con sus desesperaciones y también con sus esperanzas. América es también eso y muchas cosas más: como la voluntad de dominio mundial y la radicalización de las desigualdades.
QUINTO TRANCO
Cuando me preguntan cual ha sido la conquista más grande de los trabajadores en el siglo pasado, yo respondo provocadoramente que ha sido de automóvil. Con el transporte desaparecieron a la par la fatiga y su duración. Pienso en Ford y en su siglo, mientras los historiadores y los sociólogos exaltan, casi todos, las conquistas de los derechos humanos. Pocos piensan en el coche; tal vez ya no se habla de ello porque el automóvil, como servicio privado, se ha convertido en un duro impedimento para nuestra vida colectiva y no ya en un recurso a causa de la desaparición del espacio.
También ha habido progresos en la vida cotidiana. Recuerdo que en el siglo pasado tuvimos largas discusiones sobre el uso los electrodomésticos, acerca de si debía ser colectivo o particular de cada familia. Yo siempre estuve atento a los cambios del consumo tanto de las familias obreras como campesinas. Hacia la mitad del siglo pasado, los consumos populares conocieron una profunda transformación: los electrodomésticos y los productos portátiles fabricados en serie cambiaron la vida de las mujeres. A menudo el sindicato no entendió su alcance, pero estos inventos resolvieron de repente los problemas del tiempo y del espacio, anulando una gran parte de la fatiga cotidiana. Quizá la revolución de los consumos ha tenido una importancia similar a la revolución industrial, incluso porque ha estado acompañada por un profundo cambio en el modo de trabajar. Se consumían los años del fordismo.
Mirando las fotografías de hace cien o cincuenta años sorprende la `visibilidad´ del trabajador, del proletario. Era diferente del resto de la población en su forma de vestir e incluso en su aspecto físico. Más tarde –digamos que entre 1945 y finales del siglo pasado— hubo una transformación que se ha traducido en un consumo uniforme. Era aquella una época en que incluso la gran industria tenía interés en producir bienes que estuvieran al alcance de la mayoría de la población. A continuación fue calando la idea del enriquecimiento de repente con la especulación financiera. Producir para los demás o sólo para uno mismo es una diferencia que tendrá en el futuro una importancia todavía mayor.
SEXTO TRANCO
Las fotografías del pasado nos muestran también grandes manifestaciones, demostraciones de fuerza del sindicato con centenares de miles de personas. Yo no creo especialmente en estas formas de lucha, pero no quiero condenarlas con arrogancia. Ya tengo una cierta edad y respeto mi pasado, incluso cuando dudo que se pueda reproponer para hoy. En todo caso, me creo obligado a indicar un objetivo para el futuro: trabajar por la unidad. Trabajar por la unidad, sabiendo que somos diferentes, sin pretender ser iguales y respetando las diferencias que están en la base del progreso humano.
La pura lucha económica es una lucha por mejorar las cosas, pero no la vivo como una lucha por el cambio. Cuando la lucha económica consigue mejorar algo de mi vida –y no sólo mi situación contingente, más allá del momento— y la de mis hijos, mis nietos y mis semejantes, entonces sí puedo hablar de cambio. La lucha sindical que mejora mi salario o mis condiciones de trabajo no cambia el mundo. Quiero recalcar que la lucha sindical vale sólo cuando tiene un objetivo político. Por ese motivo he estudiado a los ingleses de principios del siglo XX. Me gustaba que desde la fábrica incidieran en la sociedad. Pero, después, cuando se pusieron a construir algo se dieron cuenta que habían trabajado para otros. No perdieron. Simplemente habían trabajado para la socialdemocracia, que era otra cosa.
La experiencia consejista italiana ha sido importante; pienso, en primer lugar, en los consejos de fábrica y también en mi experiencia en el trabajo sindical. Se ha hablado mucho de los consejos, en el siglo pasado, como de una experiencia de la que salían muchas visiones del trabajo con un efecto inmediato, aunque no relacionadas con criterios de representación. Los trabajadores decidían, antes que sus representantes –ya fueran los partidos o los sindicatos—dieran su aprobación. Recuerdo, relacionado con ello, las experiencias, con mucha iniciativa, de Escocia, en 1915 y posteriormente las inglesas de 1917. Pero, con relación a los consejos, aquella experiencia fue un equívoco. En mi memoria estas experiencias se han visto --como democracia directa— sólo a finales de los sesenta, en el tiempo de la unidad sindical de los metalúrgicos, en los tiempos de Bruno Trentin.
Los consejos de los años veinte, sin embargo, no fueron una experiencia de democracia directa, y se interpretaron incluso bajo el perfil del conflicto interno en el partido socialista entre comunistas y socialdemócratas. Los consejos, de los que están repletos los relatos del nacimiento del Partido comunista, tanto en Italia como en Alemania y Rusia, son en mi opinión inventos llenos de propaganda.
SEPTIMO TRANCO
Cuando era joven me ocupé del movimiento de la lucha popular de los fasci siciliani de 1890: fue importante estudiarlo. Era un intento de nuevo socialismo; un socialismo diferenciado cuyo protagonismo no era exactamente la clase sino todos, y cada cual encontraba en sí mismo una razón convivencial de su propia vida, cualquiera que fuese. Fue una experiencia breve, destruida violentamente porque era una gran experiencia de libertad...
La memoria es selectiva. Hoy está castigada y al servicio de la política. Frente a un estropicio moral, civil y social lo más importante es el reconocimiento: hay que reconocer el estropicio porque, en caso contrario, perjudica dos veces. Era reconocimiento lo que Gandhi exigía; y lo que se planteaba en los procesos del apartheid, que permitió la reconciliación de Nelson Mandela. También en Ruanda, me recuerda mi hija Bettina, el genocidio de los tutsi por parte de los hutu, el proceso de reconocimiento se refuerza; y también en aquellos casos cuyo contexto político es desfavorable a las víctimas: piénsese en Bosnia y, particularmente, en Sbrenica donde el reconocimiento es todavía más difícil.
La memoria ayuda a pensar, y creo que es necesario pensar. Se debe pensar en los hechos de uno mismo: ¿por qué he hecho tal cosa, cómo me muevo, cómo se mueven mis semejantes, mis amigos e incluso mis adversarios? La memoria estimula a pensar y ayuda a plantear preguntas; las preguntas son la cosa más importante. La pregunta sobre el futuro que me hago continuamente está provocada por la memoria. Cuando yo tenía veinte años, si me hubieran preguntado cómo me imaginaba que serían las personas dentro de mil años, me hubiera divertido con la ciencia ficción y la fantasía histórica proyectando sobre el futuro los cambios que tenía a mis espaldas, los que estaban en mis recuerdos personales y en la memoria histórica. Para un joven de hoy día la pregunta es imposible: preguntarse ahora cómo será el ser humano dentro de miles de años no tiene ningún sentido.
¿Qué quiere decir simplificar el pasado? Elegir el recuerdo que te conviene y no someter nunca a juicio el contexto; el contexto real y el de las infinitas posibilidades que había para encontrar diversas soluciones. En ese sentido hay un problema que me intriga: tengo un recuerdo bastante preciso de la experiencia de un personaje, de un actor, que intentaba desdoblarse. De un lado, luchaba por la defensa de sus ideas; por el otro lado, simultáneamente y casi cambiando de personalidad, buscaba las reglas del juego. Intentaba de esa manera gobernar su propio tiempo de un modo diferente; actuaba en términos inmediatos, es decir, buscando la conveniencia que se presentaba, y a la par se convertía en una persona que discutía las reglas de la convivencia. El discurso de la convivencia parecía distinto al discurso inmediato de la conveniencia, consiguiendo vivir conjuntamente los dos momentos.
Sobre la capacidad de gobernar su propio tiempo de una manera diversa –sobre todo en lo atinente al futuro— me pareció, retrocediendo a algunos episodios del pasado, que se trataba de dos experiencias muy positivas, aquellas del personaje en cuestión. La primera es la Asamblea constituyente. Como ya he explicado en otras ocasiones, pasábamos la mitad del día discutiendo de política, y aunque la asamblea no tenía ningún poder político pues era el Ejecutivo quien decidía sobre todo, nosotros intentábamos contrastar la política del ejecutivo en la Cámara. Esas discusiones las teníamos por la mañana con encontronazos violentísimos, con profundas laceraciones entre nosotros. Por la tarde discutíamos las reglas, y todo cambiaba: nuestras cabezas parecían otra cosa, pensábamos en otra cosa. El resultado fue que la Constitución se aprobó por una amplísima mayoría por la gente que por la mañana discutía animadamente de otras cosas, incluso fuera de sí, rabiosamente.
La otra experiencia se refiere a un periodo muy discutido del siglo pasado y es particularmente interesante en el plano historiográfico: el llamado periodo badogliano, poco después de la caída de Mussolini. Entonces fue cuando se fijó una política absurda de gestión de Italia, llena de incertidumbres, de fugas y de cambios frente a los alemanes. De fugas y cambios ante los aliados. Y fue, entonces, cuando los partidos, que pensaban de manera muy diferente, se encontraron de improviso con que tenían que hacerse cargo del futuro.
Reunidos en los comités regionales –y posteriormente en el comité de la Alta Italia-- nos encontrábamos discutiendo sobre el futuro de la manera más franca y más serena en los sitios más corrientes, como por ejemplo en la cocina de una casa. Muchas cuestiones se resolvieron de ese modo, sin eliminar las diferencias; pensando en las diferencias y, al mismo tiempo, en la forma de superarlas, buscando reglas. Muchos han hablado del periodo badogliano como si fuera el fin de la patria, cuando era justamente lo contrario.
OCTAVO TRANCO
Ahora mismo entro en un terreno que está entre el pasado y el futuro. Hasta las últimas décadas del siglo pasado, lo que cambiaba en la ciencia, en la investigación científica e incluso en la cultura era en el fondo la relación con el espacio y el tiempo: restringíamos tanto el espacio como el tiempo. Lo que emerge hoy es algo completamente distinto: la investigación científica no se concentra solamente en la energía y el transporte, en la velocidad y la información, sino también en la información como invención humana que ya está dentro de nosotros, aunque debemos perfeccionarla. El descubrimiento del genoma nos permite indagar el pasado, incluso el más lejano; del futuro, sin embargo, conocemos muchas cosas, pero no sabemos nada sobre cómo viviremos.
Una de las raíces de la incertidumbre está, quizá, en la separación de no saber todo sobre el ayer y nada sobre el mañana. Hemos entrado en la ciencia de la vida y la muerte; una ciencia cada vez menos controlable por el sistema normativo de las leyes y las normas procedimentales. La gran cantidad de dinero que se mueve en ese ámbito puede crear laboratorios en cualquier parte del mundo, fuera de todo control. Entramos en una fase donde se difumina la idea normativa misma.
Ante tales incertidumbres, la única certeza es que, dentro de miles de años, el ser humano ya no estará o será otra cosa, y no tengo ni idea qué pueda ser: tengo esa angustia en mi optimismo de fondo. Y ahora me pregunto: si frente a la norma, en la que hemos creído siempre; si la norma no basta ya, y si con mi razón no consigo establecer los límites de la investigación... ¿hay alguna posibilidad para la ética? Si las leyes vacilan, ¿no pasará igual con los principios? No pienso en los principios dogmáticos, lo que yo planteo es mirar conjuntamente el presente y el futuro, a lo contingente y a la convivencia.
viernes, mayo 30, 2008
NOVENO TRANCO
El problema del saber –también el saber tiene un problema profundo-- no es tanto que mucha gente no sabe, sino el hecho de que cuando se busca formar a cualquiera, cuando el Estado o la comunidad busca formar a la gente, resulta que quienes se forma ya están formados y aquellos que no lo están, no se conseguirá formarles. Para ser formados, para poder recibir esa ayuda es preciso “tener”: haber nacido en el lugar preciso y en el momento adecuado.
Nadie se ocupa lo suficiente de mejorar la condición de los que están peor; nadie se interesa por la pobreza absoluta. Yo siempre pensé, incluso en los momentos difíciles, ser un privilegiado porque he tenido todas las oportunidades.
La escuela es el instrumento, en el campo del saber, que debería compensar y disminuir la desigualdad. Sin embargo, ya en la enseñanza vemos cómo se construye una dramática desigualdad: quien cuenta con una titulación de estudios tiene un lugar, en caso contrario está fuera. Veo la desigualdad como un peligro que nos afecta a todos: ¿cómo se puede afrontar? Por ejemplo, se puede ocupar de la formación de las mujeres en los países más atrasados.
Todos pudimos advertir muy agudamente la desigualdad el 11 de Setiembre con el ataque a las torres gemelas. En aquel momento, algunos, en varias partes del planeta, pensaron –yo no estuve de acuerdo-- que era una justa reparación en su confrontación con la superioridad americana. Este es un pensamiento de quien se siente que está debajo y no puede salir de ahí: no es tanto la diferencia material como la sensación de que estoy solo a la hora de determinar mi futuro y no puedo salir de dicha situación. Esta forma de sentir es el elemento más dramático de la desigualdad.
DECIMO TRANCO
La palabra “ejemplo” es la más importante. Hay ejemplos buenos y ejemplos malos. Uno malo es aquel que dice: yo soy rico, vosotros podéis haceros ricos como yo.
Todos saben perfectamente que no es verdad, que no es posible. Porque si cualquiera se hace rico, lo consigue a expensas de los demás; así hay poco que hacer. Ese ejemplo es, a mi juicio, degradante, y si durara excesivamente producirá una pérdida de identidad; es decir, una pérdida de sentirse parte del mundo.
Ya se ha dado una mutación antropológica. Yo tuve esperanza en el gobierno de centroizquierda. Cuando se concretó tuve, y todavía la conservo, una sincera amargura, viendo la increíble carrera hacia los cargos. Es decir, hacia el dinero. De esta manera, además, pareció muy fácil que algunos se arrepintieran de haber sido comunistas, sin explicar por qué...
Hay ejemplos positivos en Europa. Pienso en la resistencia contra la cultura americana de la guerra preventiva, en la reivindicación de la pluralidad de las decisiones. Precisamente, en virtud de esta pluralidad de las decisiones, Europa no ha ofendido a nadie, no ha atacado a nadie. Sencillamente ha reivindicado para todos –y no sólo para unos cuantos-- una igualdad de trato en las cuestiones de carácter político general.
La lucha por la paz, la lucha de masas por la paz en los países europeos y no europeos ha tenido ese preciso carácter, aunque no homogéneo, de propuesta de convivencia. Pero se puede decir, de todas formas, que los movimientos por la paz no han vencido. Sin embargo, cuando el 1º de Mayo de 2003, el Presidente de los Estados Unidos pronunció de manera gloriosa a bordo del portaviones Lincoln que “se había acabado la guerra y nosotros gobernaremos el mundo, los demás que se jodan, el destino es nuestro porque somos los más fuertes”, no se daba cuenta de que, pocos meses después, empezó el pantano en Irak, del que todavía no ha salido.
La idea de la fuerza es prevalente, domina por doquier. América gana la guerra, por así decirlo, porque cuenta con una fuerza cien veces superior a la del “enemigo”. Se trata de una victoria ante todo miserable, y todavía no está en condiciones de gestionar alguna cosa y necesita al mundo.
Los valores políticos no se pueden enseñar: es necesario vivirlos. Yo puedo vivir el deseo de alimentar los valores, de creer en las cosas superiores, sobre todo en los momentos en que se oye un lenguaje político vulgar, banal como el de hoy día. Es necesario algo emotivo que supere el presente, la banalidad. Pero no puedo enseñarlo. Sólo puedo plantear que cada cual piense en lo que hace. Si uno piensa en lo que hace, está pensando en los demás. Si no piensa en lo que hace, y sólo en sí mismo, vivirá tal como piensa, y así se llega a la degradación de los valores políticos. El renacimiento de estos valores es posible sólo si cada cual mira sus propios pasos, piensa en lo que hace; es decir, a quien beneficia y a quien perjudica. En esa dirección, los valores renacen mediante la experiencia. En suma, hay que pensar en si mismo, pero con los demás.
Yo no creo que se pueda enseñar a pensar al resto del mundo. Pero pensar en sí mismo, junto a los demás, es el único modo de reconstruir los llamados valores políticos, que no se rehacen con prédicas. Por eso soy un poco escéptico sobre el lenguaje de los valores que oigo por ahí. O sea, sobre la exaltación de los valores: quisiera ver ejemplos porque de ellos es de donde puede salir alguna cosa. La palabra “ejemplo” no se encuentra nunca en la política, pero es una palabra esencial: el ejemplo es la cosa más importante que se puede exigir al político, incluso si después nos da ejemplos negativos.
miércoles, mayo 14, 2008
UNDECIMO TRANCO
A veces me pregunto si la violencia, en lugar de ser un medio para la política, no se ha convertido en un fin; me interrogo si tenemos necesidad de la violencia como condición vital, y entonces es cuando la relación entre pasado y presente toma un perfil preciso: el de la responsabilidad. La guerra nos convierte en mil veces más responsables que ayer con respecto a los destinos colectivos.
Un problema que se plantea hoy de manera particularmente aguda es la relación entre los derechos humanos, las conveniencias y las necesidades inmediatas. Los países en vías de desarrollo tienen necesidad, para sobrevivir, de exportar. Pero exportan sobre todo violando los derechos humanos en materia de trabajo. Si nosotros, después de un atento examen caso por caso no conseguimos resolver el contraste ¿qué podemos hacer?
Si estamos obligados a elegir, debemos escoger la opción como una solución provisional, lo que deja completamente abierto el problema del futuro: en el futuro los derechos humanos y las necesidades contingentes encontrarán su arreglo. Esta no es una receta de consuelo ni optimista; se trata de aceptar la realidad incluso en sus contradicciones.
martes, mayo 13, 2008
DUODECIMO TRANCO
Una vez más me piden que recuerde la Resistencia. Se desarrolló durante un periodo brevísimo, entre 1943 y 1945. ¿Cómo es posible que una etapa tan corta se convirtiera en un punto de referencia obligado en nuestra vida colectiva de la República italiana? Los partisanos son una gran memoria, pero fueron una pequeña minoría de los italianos, ¿por qué les recordamos como una totalidad de nuestro pasado?
Esta memoria viene del hecho de que, con el paso del tiempo, hemos comprendido que los actores de la Resistencia no fueron sólo los partisanos sino todos los que estaban en los campos de prisioneros o de deportación, en los trabajos forzosos y en los campos de exterminio. En aquel periodo, millones de hombres y mujeres prodigaron la solidaridad, en la ayuda a quien sufría, pensando en el futuro.
Si considerásemos sólo la lucha armada, podemos entender por qué la Resistencia fue el modo que los italianos removieron su somnolencia y afirmado una solidaridad entre los combatientes y el pueblo. La solidaridad no significaba que los problemas se resolvieran; en abril de 1945 tomamos el compromiso hacia nuevas cuestiones, y fuimos responsables.
Cuando recuerdo la Resistencia no pienso ya en mi compromiso y felicidad de aquellos años. Pienso en el presente.
El antifascismo se acabó, también se ha perdido la memoria del fascismo. En todo caso, continúo siendo antifascista; debemos ajustar las cuentas con la historia.
En la inmediata posguerra, gracias a la habilidad de Togliatti y De Gasperi, se impuso la idea de que Italia participó, en el conflicto mundial, al lado de los vencedores, es decir, consiguieron que se olvidara que perdimos la guerra. ¿Cómo ocurrió aquello?
Una de las explicaciones que se dieron fue la de decir que los italianos siempre habían sido antifascistas. Lo que no era verdad. Yo nunca he pensado que los italianos se adhirieron conscientemente al fascismo –lo he reflexionado a fondo, sobre todo en la cárcel. Pero siempre he credo que hubo una aceptación a la dictadura por parte de amplias masas populares, un deseo de homogeneidad, una solidaridad (un poco perversa) con una opinión que se consideraba mayoritaria. Usando una fórmula al uso: una especie de servitude volontaire.
El mito de la Italia victoriosa lo construimos nosotros. De una parte, con la Resistencia y, de otra, con el comportamiento de De Gasperi en la Conferencia de Paz. Al olvidar que no fuimos antifascistas nos ha llevado a la liquidación de, incluso, otras cosas de nuestra historia, con graves efectos negativos. Pienso en los defectos que hemos ido adquiriendo a lo largo del tiempo: una no suficiente comprensión de qué es la legalidad; y, en última instancia, el Estado: algo enfermizo se ha generado en la unidad nacional. La mía es, también, una autocrítica: hemos trabajado ampliamente para crear una imagen de la Italia del periodo fascista no comprometida con el Régimen. Esto es, sin embargo, un elemento mitológico que no se corresponde con la realidad; hemos llenado de prepotencia la historia de la posguerra. ¿Hemos de considerar que fue un error la cancelación de la idea de un país comprometido con el fascismo? Francamente no. Pienso que entonces fue algo de extraordinaria utilidad. Pienso que hicimos muy bien. Pero hoy no debemos convertir en círculo virtuoso nuestro pasado. Porque, de ese pasado, todavía tenemos que rendir cuentas. Por ejemplo, de la etapa colonial y de las relaciones con Yugoslavia.
He vivido casi íntegramente el siglo XX con la responsabilidad de que, a mi lado, estaban otros. Mis recuerdos vienen desde 1913. Desde entonces las preguntas sobre el pasado son cada vez más claras e intransferibles: ¿por qué me convertí en antifascista? ¿qué me indujo a estudiar, durante años, el nacimiento y triunfo del nacionalismo con todas sus estructuras? ¿qué hizo que la Resistencia, se convirtiera al final de la guerra en un elemento tan fundante de nuestra vida colectiva? Estas preguntas, que conservan en sí mismas, el intento de comprender mi vida, también estaban y están ligadas al futuro.
lunes, mayo 12, 2008
DECIMOTERCER TRANCO
Ser amigo de Israel significa querer que tenga futuro, mientras que la línea de la pura fuerza es su muerte. Los judíos han recorrido el mundo, han hecho América y han sufrido lo indecible. Tienen que seguir siendo una fuerza positiva para todos.
Israel se consideraba militarmente invencible, pero la guerra del Líbano demostró que no era verdad, y por encima de todo emergió una imagen de corrupción, algo para mí increíble. La iniciativa italiana en el Líbano ofreció la demostración de que, para vivir, hay que ir de acuerdo con los demás y no simplemente afirmar tus propias razones; esto me parece un elemento fuerte de solidaridad.
Ser judío es lo mismo que querer el Estado de Israel como civilización, no como prepotencia. Quiere decir vivir juntos.
El verano pasado, estando en Morgex, soñé que estaba en la guerra y tenía dos alternativas: matar o que me mataran. Mi lección fue que me mataran. Le conté el sueño a mi hija Anna que, a su vez, se lo explicó a un amigo israelita. Él le contestó que, en su caso, habría elegido al revés, pero que eso no podría ser comprendido fuera de Israel. Y concluyó afirmando: “Yo no soy inocente”.
DECIMOCUARTO TRANCO
Quiero hablar sobre cuestiones políticas inmediatas. Asistimos al fin de una experiencia que vulgarmente se llama berlusconismo. Puede ocurrir que se agote totalmente o puede que no. No repito las críticas; me limito sólo a recalcar que el elemento dominante de su quehacer político era la riqueza como ejemplo. En el pasado más reciente hay muchas cosas importantes, no sólo sucias que están desapareciendo. Pero entiendo que algo no desaparecerá fácilmente porque está dentro de todos nosotros y nos infecta. Tenemos un gran interés en reflexionar sobre ello.
Continuamente me hago esta pregunta: ¿qué se mantendrá en pie del pasado berlusconismo? Esta es mi respuesta: que todo se reduce al presente. Utilizo una palabra inadecuada, “presentismo”; es decir, la incapacidad de orientar la percepción propia hacia el tiempo futuro e, incluso, al pasado en los recuerdos: fuera de la inmediatez del presente. Todo interesa si se trata del presente. No nos planteamos, como problema, lo que será; y lo que ha sido se recuerda de manera simplificada, y en mi opinión de modo impropio e inadecuado. Obviamente la percepción del tiempo futuro presenta diversas características en la percepción del pasado. Pero ambas percepciones están hermanadas por una simplificación: una inmediatez cuyo único objetivo es el presente.
¿En qué medida se puede proponer no solamente repensar el pasado de manera esquemática sino sobre todo mirar al futuro de una manera compleja? Por ejemplo, rechazando medir las mayorías sobre criterios étnicos y religiosos –unos criterios que están en la base de las guerras y exterminios-- y restableciendo los derechos humanos. He ahí, esto es lo más difícil, aunque está en el centro de los problemas de hoy.
Durante mucho tiempo creí que era un hombre que sólo se interesaba por el futuro, esto es, por el cambio. Con el paso de los años me he dado cuenta de la importancia de pensar en el pasado, y me he encontrado naturalmente en la dificultad de saber elegir el pasado de referencia. Porque existen muchos pasados y alguno que otro se presta a disputa. En todo caso, el pasado siempre me pareció una condición para entender el presente y el futuro.
Los debates siempre han sido necesarios, incluso entre las memorias de tiempos muy recientes y cercanos entre ellos: estos últimos ofrecen una contribución extraordinaria a la comprensión del presente. Baste pensar en la disputa entre las diversas memorias populares de 1914, en varios países europeos, sobre cómo se ganó la guerra y la memoria colectiva europea de 1918 para estabilizar la paz. E incluso en la disputa sobre la memoria de 1941, al principio de la solución final de los judíos y el de la Shoah a finales de los setenta cuando todos sabían o creían saber de qué se estaba hablando.
TRANCO FINAL
¿Por qué ha desaparecido completamente el comunismo mientras que el anticomunismo, como cultura y como política, sigue ejerciendo su papel no indiferente? Se podrán encontrar muchas respuestas en el análisis histórico del comunismo: de sus méritos, de sus mitos, de sus horrores, de las memorias estalinistas que han constituido un aspecto terriblemente importante de la violencia del siglo XX. Pero aquí me limito a una observación que es, ante todo, simplista. El comunismo del que se constata su desaparición es un conjunto de doctrinas y experiencias, mientras que el comunismo del que se constata la supervivencia es un conjunto de nostalgias y miedos que no se identifican con el comunismo, pero que tienen otro nombre: la revolución.
Ha habido muchas revoluciones, y a mi juicio todas ellas han fracasado. Pero las nostalgias y los miedos que han creado no se cancelarán nunca. Ellas responden a una predisposición mental de los hombres hacia la realidad que puede asumir diversas formas en las experiencias prácticas. Sin embargo, tales formas tienen siempre algo en común entre ellas, aunque distantes en los siglos: se trata de la idea, que en ciertos momentos muchos seres humanos han manifestado, de poder cambiar el mundo al margen del tiempo y el espacio.
El tiempo ha frenado siempre la voluntad del cambio con el argumento de que es necesario dejar que los tiempos maduren, esperar que la sociedad vaya creando las condiciones favorables a la mutación. El espacio siempre ha frenado los cambios con el argumento de que las cosas pueden cambiar en otro sitio, pero no entre nosotros. En ciertos momentos algunos grupos humanos pensaron que juntándose era posible superar el espacio y el tiempo y, así, cambiar el mundo sin esperar: fueron momentos de entusiasmo y también de miedo, que comprometieron a millones de personas.
Yo pienso en la experiencia revolucionaria de la Europa mediterránea y sobre todo en Italia. Pienso en dos momentos específicos. Uno que no lo viví, pero que he estudiado junto a otros: la Revolución francesa. El otro, más reciente, que no viví junto a otros, pero que lo estudié respetuosamente: Mayo de 1968 en Europa y fuera de ella.
La Revolución francesa tuvo su apogeo y derrota entre 1793 y 1794, aunque cambió el mundo de manera distinta a la prevista y querida. El Mayo de 1968 me pareció un momento revolucionario cuando la idea de autonomía, madurada como derecho a decidir el propio futuro sin depender de otros, se consolidó después más allá de la organización del trabajo; incluso en otros aspectos de la vida como el rechazo a las disciplinas impuestas y como afirmación de la libertad. Tampoco el 68 no alcanzó sus esperanzas, pero cambió muchas cosas en la sociedad. Pero, igualmente, el 68 dejó tras sí agudas nostalgias y miedos difusos.
La revolución ha sido vivida, en tanto que episodio, de varias maneras en diferentes tiempos y países; pero --como idea de hacer factible el cambio mediante la acción colectiva de los seres humanos-- sobrevive a todas sus derrotas episódicas. De ahí que piense que es preciso tener bien clara la distinción entre episodios revolucionarios, ligados a la historia, y la revolución como actitud humana, que se verifica sólo en ciertos momentos y parece conferir a la humanidad una potencia de cambio hasta ahora inexplorado.
El comunismo ha sido en Italia una experiencia importantísima. Yo no he formado parte de esta experiencia doctrinaria y de esa práctica, pero siempre intenté comprender el sentido y sus límites. Hoy veo a mi alrededor que sobreviven nostalgias, pero no me escandalizo. Pienso verdaderamente que la revolución, como idea factible del cambio, es una idea que sobrevivirá.