lunes, mayo 12, 2008

TRANCO FINAL


¿Por qué ha desaparecido completamente el comunismo mientras que el anticomunismo, como cultura y como política, sigue ejerciendo su papel no indiferente? Se podrán encontrar muchas respuestas en el análisis histórico del comunismo: de sus méritos, de sus mitos, de sus horrores, de las memorias estalinistas que han constituido un aspecto terriblemente importante de la violencia del siglo XX. Pero aquí me limito a una observación que es, ante todo, simplista. El comunismo del que se constata su desaparición es un conjunto de doctrinas y experiencias, mientras que el comunismo del que se constata la supervivencia es un conjunto de nostalgias y miedos que no se identifican con el comunismo, pero que tienen otro nombre: la revolución.

Ha habido muchas revoluciones, y a mi juicio todas ellas han fracasado. Pero las nostalgias y los miedos que han creado no se cancelarán nunca. Ellas responden a una predisposición mental de los hombres hacia la realidad que puede asumir diversas formas en las experiencias prácticas. Sin embargo, tales formas tienen siempre algo en común entre ellas, aunque distantes en los siglos: se trata de la idea, que en ciertos momentos muchos seres humanos han manifestado, de poder cambiar el mundo al margen del tiempo y el espacio.

El tiempo ha frenado siempre la voluntad del cambio con el argumento de que es necesario dejar que los tiempos maduren, esperar que la sociedad vaya creando las condiciones favorables a la mutación. El espacio siempre ha frenado los cambios con el argumento de que las cosas pueden cambiar en otro sitio, pero no entre nosotros. En ciertos momentos algunos grupos humanos pensaron que juntándose era posible superar el espacio y el tiempo y, así, cambiar el mundo sin esperar: fueron momentos de entusiasmo y también de miedo, que comprometieron a millones de personas.

Yo pienso en la experiencia revolucionaria de la Europa mediterránea y sobre todo en Italia. Pienso en dos momentos específicos. Uno que no lo viví, pero que he estudiado junto a otros: la Revolución francesa. El otro, más reciente, que no viví junto a otros, pero que lo estudié respetuosamente: Mayo de 1968 en Europa y fuera de ella.

La Revolución francesa tuvo su apogeo y derrota entre 1793 y 1794, aunque cambió el mundo de manera distinta a la prevista y querida. El Mayo de 1968 me pareció un momento revolucionario cuando la idea de autonomía, madurada como derecho a decidir el propio futuro sin depender de otros, se consolidó después más allá de la organización del trabajo; incluso en otros aspectos de la vida como el rechazo a las disciplinas impuestas y como afirmación de la libertad. Tampoco el 68 no alcanzó sus esperanzas, pero cambió muchas cosas en la sociedad. Pero, igualmente, el 68 dejó tras sí agudas nostalgias y miedos difusos.

La revolución ha sido vivida, en tanto que episodio, de varias maneras en diferentes tiempos y países; pero --como idea de hacer factible el cambio mediante la acción colectiva de los seres humanos-- sobrevive a todas sus derrotas episódicas. De ahí que piense que es preciso tener bien clara la distinción entre episodios revolucionarios, ligados a la historia, y la revolución como actitud humana, que se verifica sólo en ciertos momentos y parece conferir a la humanidad una potencia de cambio hasta ahora inexplorado.

El comunismo ha sido en Italia una experiencia importantísima. Yo no he formado parte de esta experiencia doctrinaria y de esa práctica, pero siempre intenté comprender el sentido y sus límites. Hoy veo a mi alrededor que sobreviven nostalgias, pero no me escandalizo. Pienso verdaderamente que la revolución, como idea factible del cambio, es una idea que sobrevivirá.